Los pueblos alzados invadieron
las casas de los prisidentes…
hasta no dejar uno de la familia.
Ahora todos somos pueblo.
Gamaliel Churata
Siendo una bebé recién nacida, Martha Mamani Huacca fue abandonada por su madre. Su padre y su hermano la cuidaban, pero no podían alimentarla con sus cuerpos. Por ello, recurrieron a las madres de Siraya, centro poblado del distrito de Ilave de la provincia de El Collao ubicada en Puno, una de las regiones del sur del Perú.
Cada día era amamantada por una mujer distinta. La comunidad de Siraya la crió y le dio de comer lo que nacía de la tierra y de la lucha de las abuelas y abuelos. Así fue nutriendo su organismo y su identidad. Desde pequeña, Martha supo qué era ser hija del mundo aymara.
Cuando cumplió 6 años, su papá le dijo que debía aprender castellano porque su lengua originaria no era suficiente para ser escuchada en el Perú, un país en donde las lenguas originarias solo son tomadas en cuenta para nombrar algún programa estatal o algún restaurante caro, mientras en paralelo resisten a un exterminio lingüístico que intenta desaparecerlas a través de la expansión del castellano.
Martha viajó a la ciudad y allí estudió primaria y secundaria. Tras finalizar sus estudios retornó a su comunidad y notó que había crecido y aprendido cosas nuevas, pero también observó que el tiempo no había pasado para su Siraya, que seguía en el olvido y la pobreza.
En silencio, empezó a cuestionarse todo.
Mientras más aprendía, más quería compartir lo que sabía. Por eso empezó a gustarle la enseñanza. Ingresó a un instituto superior técnico, pero por asuntos económicos y familiares, lo tuvo que dejar. Le hubiera gustado ser profesora de Historia del Perú y tener un salón desbordante de alumnos. Su sueño se mantiene a sus 44 años.
Y pese a que no cuenta con un título académico, está educando a un país con su lucha.
Martha es la mujer que aparece en varios flyers, pósters y afiches de las marchas contra el régimen policial y militar de Dina Ercilia Boluarte Zegarra. En todas las fotografías mantiene una mirada firme como el tanka (sombrero) que lleva sobre sus trenzas de látigo, una sonrisa que baila entre la seriedad y la alegría como su pullira (falda ancha) y en su espalda descansa su awayu (manta) que envuelve la lucha y el dolor del altiplano.
“¿Por qué estás aquí?”, ha sido la pregunta más frecuente que Martha ha escuchado durante toda su permanencia en Lima. Responde con paciencia, pero ahora quiere que la gente escuche lo que hay entre las arengas, los gritos, las lágrimas y la sangre de la primera y última línea de las movilizaciones.
“Yo soy de una comunidad (Siraya) que está en la parte alta, mi zona es netamente agraria y pecuaria. La mitad de los comuneros se dedican a la crianza de animales, y la otra siembra papa, quinua, cañihua, (…) pero hay mucha pobreza, no hay servicios básicos, muchas necesidades hay. No hemos recibido apoyo de ningún gobierno. Nosotros abastecemos a la provincia, a la ciudad, al mercado local, al pueblo, pero nadie nos agradece y eso duele”, comenta.
Martha es agricultora y realiza las mismas prácticas que le enseñaron sus abuelos y abuelas, quienes se comunicaban con los apus/achachilas (divinidades) para saber si habría cosecha o no. Hasta ahora, la lideresa y sus comuneros caminan hasta las partes altas y bajas para hacer una ofrenda y así atraer la lluvia.
“Esperamos al cielo, le rezamos”, dice. A finales de agosto debió comenzar la primera siembra, pero debido a la falta de lluvias en Puno, se ha retrasado. Su comunidad, Siraya, está preocupada. Incluso la Qutamama, como llaman al Lago Titicaca, se está secando.
Martha es una lideresa indígena que no tiene miedo de hablar y ser política. Para ella es necesario y urgente. Ha ocupado cargos de representación elegidos de manera autónoma por su comunidad. Ha sido tenienta gobernadora, presidenta de la organización de mujeres de su centro poblado, alcaldesa de Siraya y presidenta de la Asociación de los Municipios de Centros Poblados (AMUCEP). Desde allí, gobierno tras gobierno, ha luchado contra el olvido.
“Nos han dicho que no puede haber una gran inversión en una zona rural. Nosotros nos hemos cansado de estirar la mano”, señala Martha, quien dice que muchos hermanos y hermanas de otras comunidades de Puno comparten ese mismo hartazgo.
El malestar fue creciendo y rebalsó todos los vasos. Pero la pelea de Martha y su pueblo no tiene días, ni semanas ni meses. Tiene décadas, siglos.
Martha es aymara, una mujer aymara. Pero, ¿qué es ser aymara? ¿Qué es ser una mujer aymara?
“Cuando hay matrimonio o duelo, cuando una familia se encuentra en problemas de alegría, tristeza o dolor, siempre está la unidad. Cuando hay ayni o minka (formas colectivas de trabajo), nosotros vamos, sin que nos digan, de manera solidaria. Uno hace su chacra y todos tenemos que ir. Eso es algo diferente que muchos no lo entienden. El trabajo es colectivo y cualquier acuerdo se toma de forma democrática. Se plantea una idea, se debate, la mayoría gana, la minoría se somete, no puede haber descontentos. Esa es la cultura aymara”, dice Martha.
Como menciona la lideresa, el pueblo aymara no solo ha forjado una gran unidad y organización para establecer un orden dentro de sus tierras, sino también para salir a las calles, movilizarse y exigir sus derechos.
Según un artículo del escritor y ensayista aymara Carlos Macusaya, hubo un proceso de politización de la población aymara en Perú en la segunda mitad del siglo XX, influenciada por los aymaras de Bolivia.
Las y los aymaras han vivido la invasión del genocida Cristóbal Colón y luego la ocupación de la corona española. Hace cientos de años fueron despojados de sus tierras y explotados en las minas. A pesar de ello, se rebelaron para no ser exterminados y hoy son una nación que desborda las fronteras y está presente en Perú, Bolivia y Chile.
“En la historia hemos sido torturados, masacrados, maltratados. En zona sur la historia está latente. Aquí no olvidamos. Nuestros héroes son bien recordados, en cualquier zona o centro comunal”, comenta Martha.
La revolución tupackatarista de 1781 liderado por Julián Apaza, conocido como “Túpac Katari”, y la generala/mama t’alla, Bartolina Sisa fue un hecho histórico contra la colonia. Ambos, como chachawarmi (dualidad y complementariedad entre hombre y mujer), tuvieron victorias y trascendieron a pesar de ser aprisionados y descuartizados.
En esa lucha también tuvo protagonismo la revolucionaria, Gregoria Apaza, hermana de Katari, que incluso desafió la norma evangelizadora de cómo debía ser una mujer según la iglesia católica ya que era una lideresa independiente que dirigía ejércitos, y que comercializaba vinos y controlaba fondos, ocupaciones que en aquel tiempo solo eran desempeñados por hombres.
Martha y sus compañeras se consideran nietas de Bartolina Sisa. “Era una mujer que no sabía escribir ni leer, pero estaba al lado de su pareja luchando en contra de los españoles. Somos nietas de nuestra abuela Bartolina”, dice.
La Guerra del Gas del 2003 fue otro evento importante para el pueblo aymara.
El gobierno boliviano de Gonzalo Sánchez de Lozada privatizó este recurso energético para venderlo al extranjero. Un negocio cómodo y redondo para los empresarios, sin ningún beneficio para la población. La protesta duró 45 días de lucha y 67 personas que defendieron sus recursos naturales fueron asesinadas por militares. La masacre en El Alto, Bolivia, terminó con la renuncia del exmandatario.
En este episodio de la historia aymara fueron notables Felipe Quispe Huanca, conocido como el Mallku y Camila Choquetijlla Mamani, conocida como la Sabina. Como ella, muchas mujeres participaron en piquetes de bloqueo, en ollas comunes, en el auxilio de heridos y víctimas. Su lucha fue tan legendaria que se hizo un poemario en memoria de las caídas llamado Alteñas de Coraje, poemas de sangre y fuego.
Acompañada con la música del dolor,
paso a paso firme el clamor,
entre trincheras, piedras y ardor,
tu pecho es la muralla a esa bala feroz.
El coraje de mi madre – Tatiana Lizondo
En ese mismo año, durante el gobierno peruano de Alejandro Toledo, explotaron las protestas de diferentes gremios sindicales y campesinos a nivel nacional. En Puno se vivió con mayor intensidad. La población salió a las calles en solidaridad con la lucha docente y una gran cantidad de estudiantes universitarios realizaron jornadas de protesta.
Toledo intentó detenerlos declarando Estado de Emergencia y enviando militares a reprimir. En ese contexto, el 29 de mayo, la represión militar asesinó a Edy Quilca Cruz, estudiante mártir de 22 años de la Facultad de Educación de la Universidad Nacional del Altiplano.
Las movilizaciones en Puno continuaron en 2004, con el asesinato del alcalde del Collao, Cirilo Robles Callomamani, a manos de la población de Ilave ante las sospechas de corrupción y la inacción del gobierno de Toledo. Su muerte se trasmitió en señal abierta generando una serie de discursos en medios de comunicación contra la población aymara movilizada. Esto un contexto de conflictividad latente en Puno.
«Ilave siempre empezó las luchas. Cuando pasaban los canales nacionales, nos decían salvajes, narcotraficantes, mineros ilegales, contrabandistas, terroristas. Siempre así nos han dicho, pero tenemos nuestra propia versión”, comenta Martha.
Los aymaras siguen contando su propia historia.
En Bolivia, un muchacho aymara le ‘rompió’ la nariz a Cristóbal Colón, la estatua. En Chile, las comunidades aymaras vienen luchando por años para retirar la escultura de fierro del invasor. En Perú, diversos colectivos realizan plantones anticoloniales frente al monumento de roca que retrata al colonizador genocida con una mujer indígena a sus pies.
“Las cosas que hemos vivido y nos han transmitido, las llevamos en el corazón como si fuera de nosotros mismos”, dice Martha.
Un grupo de mujeres aymaras, entre ellas Martha, participaron en las últimas movilizaciones —calificadas popularmente como Tomas de Lima— contra el régimen de Dina Boluarte.
Martha dice que la primera vez que vino a Lima con la delegación de Puno, marcharon por las calles de San Isidro y Miraflores —distritos adinerados—, pero las personas las observaban con repulsión y desprecio. “Como si fuéramos extraterrestres”, dice.
En Puno, relata Martha, existe también racismo y clasismo. “Hay ciudadanos que no conocen la realidad, siempre hay personas que por tener más dinero se creen superiores a nosotras, porque ven cómo nos vestimos, pero lo bueno es que no son muchos”, explica, pero no se compara con la capital, Lima.
Uno de los máximos representantes de esta tara colonial y de la blanquitud limeña, es el alcalde de Lima, Rafael López Aliaga, quien intentó prohibir las protestas declarando intangible el centro histórico de Lima y sugiriendo aprobar más normas para detener las marchas.
“Le pido aprobar, de una buena vez, una ordenanza donde se les prohíbe usar la Plaza San Martín para hacer su comida. O sea, después de destrozar Lima se van a tomar trago. Se van a chupar. Así no es. (…) Están destrozando la economía de Lima, la economía de todo el Perú”, fueron las declaraciones del burgomaestre en aquel momento.
“Esa discriminación de esa gente misma es tremendo. A mí me duele. Por más que las leyes digan que somos iguales, es una letra muerta. Eso se ha notado en los últimos días de los paros que hemos realizado. Lima es otra realidad y las regiones son otra realidad. Lima sigue siendo Lima, como si fuera todo el Perú”, explica Martha.
Lo que describe la lideresa aymara coincide con este párrafo del libro Oprimidos, pero no vencidos, escrito en 1984 por la socióloga y activista aymara, Silvia Rivera Cusicanqui: “Las élites parecen habitar otro mundo, apostando por las tecnologías de la desinformación, la masacre, y la adopción de políticas públicas secretas, todo lo cual transforma el sistema formal democrático, en una dictadura de salón y de escritorio”.
Martha relata que ha sido una odisea ingresar a Lima. Ya no hay murallas, pero hay policías. Ya no hay murallas, pero hay un régimen racista y clasista que te detiene o te dispara si eres un indígena que alza la voz.
Martha y sus seis compañeras relatan lo que pasaron en el bus de Puno a Lima:
“Nosotras hemos viajado como vestimos. En el primer operativo nos identificamos. Todo normal. En el segundo operativo los policías actuaban de forma prepotente. Pidieron DNI (documento de identidad). A una hermana se le había perdido y el policía la hizo bajar al instante, no le ha dado tiempo para que se ponga los zapatos. Ese trato no era normal. La llevaron al patrullero, y en ese trayecto pisó un vidrio, cuando regresó al bus, estaba sangrando. En el siguiente operativo nos preguntaban a dónde íbamos, nuestra cultura es la verdad, les seguíamos diciendo que a la movilización. En el cuarto operativo los pasajeros estaban hartos y les exigían a los policías que se comunicaran con sus otros compañeros. En el último operativo bajé a conversar con el chofer, y siete u ocho patrulleros nos rodearon. Nosotros nos asustamos. El chofer quería que nos bajemos, pero faltaba una hora para llegar. La experiencia fue mala, todos armados subían, no se dejaban ver el rostro, pero la mirada era de desprecio, como en las películas, y eso la prensa no dijo”.
Martha y sus seis compañeras explican que no vinieron porque tenían ganas de viajar o mera coincidencia. “Todas somos de Ilave, aquí nos manejamos por zonas, cada una representa a una zona, nosotras vinimos elegidas como representantes de nuestras comunidades”, narran.
Sin máscaras de gas, ni cascos, ni agua con bicarbonato o vinagre, ni chalecos, resistieron a los gases lacrimógenos, perdigones y golpes. No se escondieron nunca, pero les sorprende cada vez más la violencia salvaje y estructural de los agentes policiales.
“Parece que recogen delincuentes de la calle, les ponen uniforme y los ponen allí. A la Policía se le debe respetar dicen, ¿no? Pero al ver esa actitud no merece ningún respeto. Pareciera una jauría de perros que ataca a una persona, no había piedad, nada de respeto a la vida de una persona”, explica.
Martha afirma que las protestas contra Dina Boluarte han sido históricas, pero no han acabado. “La lucha recién empieza. La represión va a ser fuerte, no va a ser fácil, somos conscientes de ello”, señala. En estas semanas vienen coordinando la cuarta gran marcha nacional. “Seguro en octubre será”, piensa.
Las bases y organizaciones sociales de las provincias de Puno han ratificado una movilización nacional para el 12 de octubre, día que se recuerda la aniquilación indígena por parte del invasor Cristóbal Colón y la corona española.
Martha no ha podido estar frente a Dina Boluarte, pero dice que la jefa del régimen policial y militar no tiene corazón.
“Es una autoritaria y soberbia, en el pueblo aymara nadie tolera esa actitud”, menciona.
La nación aymara volverá.
Fotografía: Flor de Milagros Núñez Chalco
Edición: Carolina Morales Esteban
Texto: Jair Sarmiento Aquino
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